Viaje interminable hasta Uyuni

Si leyeron mis tres relatos anteriores (El peor hostel del mundo, El día que Potosí decidió independizarse y Un viaje para olvidar: de Samaipata a Santa Cruz de la Sierra), sabrán que mi viaje por Bolivia estaba teniendo más de un contratiempo.

En el último relato les conté como llegamos con mi tía a Santa Cruz de la Sierra. Al día siguiente, ella tomaba su avión para Buenos Aires, y yo seguía mi viaje de mochilero durante un mes más. Había arreglado con dos chicos de Mónaco para encontrarnos en Uyuni una semana después, pero con los acontecimientos que se venían dando en el Departamento de Potosí, no sabía como iba a hacer para encontrarme con ellos en el salar.

Mi tía Anina, la mañana antes de irse, me regaló un aéreo de Santa Cruz a Sucre, ya que se decía que de Sucre salían buses hasta Uyuni evitando gran parte del departamento de Potosí. Y sabíamos que la ruta para Sucre estaba cortada por el derrumbe de piedras. Me quedé dos noches en un hostel de Santa Cruz, donde la pasé super bien y me hice dos amigas chilenas (que un año después terminaría visitando en Santiago de Chile en otro viaje de mochilero).

El vuelo a Sucre fue espectacular. El Aeropuerto el Trompillo era genial: dentro de la ciudad, todo muy relajado y la gente bien amable. Nunca me había subido a un avión tan chiquito. Solo tenía dos filas de asientos de cada lado, y me había tocado ventanilla. No recuerdo cuanto duró el viaje, pero no habrán sido más de 40 minutos. Llegué al Aeropuerto de Alcantarí y rápidamente me tomé un bus al centro de Sucre.

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De vuelta en Sucre

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Llegué a la ciudad sin saber muy bien qué iba a hacer a continuación. Mi idea era irme a buscar un hostel, pero pasando por la puerta de una oficina de turismo, una chica vió mi mochila y me preguntó si era viajero.

– Si ¿cómo va? Me llamo Facundo ¿y vos? – Le respondí con una sonrisa. Por su acento era colombiana.

– Todo bien por suerte. Yo soy Andrea. Disculpa que te haya frenado así, pero por casualidad ¿tienes planeado ir a visitar el Salar de Uyuni? – Me preguntó con algo de agitación. Se ve que estaba medio desesperada tratando de averiguar cómo llegar.

– ¡Si! Es la razón por la que volví a Sucre. Estuve acá durante 4 días, pero ahora vengo de Santa Cruz de la Sierra y quiero ver como ir hasta el salar – le dije.

– Entonces estamos en una situación bastante parecida. ¿Sabes lo que está pasando en el Departamento de Potosí?

Si lo sabía. Y de primera mano. Le terminé contando todo por lo que habíamos pasado para poder salir de Potosí y a cada instante su sorpresa iba en aumento.

Decidimos ir a la oficina de turismo que teníamos cerca, y tratar de averiguar como llegar hasta Uyuni. Cuando le explicamos la situación al agente de viajes, nos dijo que la ruta tradicional, que te lleva por Potosí, estaba completamente cerrada. Pero que ellos conocían unos caminos de montaña que tardaban algunas horas más, pero que podíamos llegar sin contratiempos.

Lo único era que teníamos que hacer una sola cosa: reunir a 22 viajeros que quisieran salir al día siguiente para Uyuni, y ellos nos conseguían un bus solo para nosotros. Ya éramos dos, así que solo nos faltaba encontrar a otras 20 personas que quisieran viajar con nosotros.

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Se arma el grupete

Terminé hospedándome en el hostel de Andrea. Ella había reservado un cuarto solo para mujeres, así que yo terminé en un cuarto mixto con otras personas, pero esa noche salimos a cenar y tomar unas cervezas así que llegamos a conocernos mejor. Andrea era colombiana, efectivamente, había nacido en Bogotá, tendría mi misma edad y estaba viajando hacía tiempo ya. Desde el primer momento pegamos muy buena onda (años después nos encontraríamos en Barcelona, España, y saldríamos de fiesta en la capital catalana con mi hermano y algunos amigos de ella).

Esa noche empezamos a reclutar candidatos para el bus a Uyuni. No fue muy difícil. Al contrario. La mayoría de los viajeros estaban preguntándose como llegar al salar, y cuando aparecíamos nosotros con toda la situación resuelta, no lo podían creer.

Entre esa noche y la mañana siguiente logramos armar un grupo de unas 12 o 13 personas. Fuimos a la agencia de turismo, y nos dijeron que habían ido algunas personas más preguntando lo mismo que nosotros, así que el viaje estaba asegurado. Saldría esa misma tarde, a eso de las 18hs, y había que estar puntual. Le teníamos que pagar directamente al chofer, y el nos llevaría a todos a Uyuni. Si todo iba según lo planeado, el viaje iba a durar unas 12 horas, así que para las 6 de la mañana del día siguiente ya deberíamos estar llegando a Uyuni. Eso era ideal porque los tours de 3 días arrancaban a las 9am, así que llegábamos puntuales para reservarlo y salir a la aventura.

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Llega el autobús mágico

A las 17:30 ya estábamos esperando el bus. Andrea, que había estado agregando los números de los que nos iban confirmando, ya había escrito a todos y empezaban a llegar.

Cada mochila era más grande que la anterior. Había muchos europeos, algún que otro yankee y un grupo de argentinos y otro de uruguayos. Faltaban todavía unas 5 personas, y terminó llegando un grupo de brasileños que habían reservado directamente con la agencia.

Esperamos la llegada del bus, pero no aparecía. Mirábamos para todos lados, ya que nos imaginábamos un bus gigante de esos de dos pisos, así que, si lo veíamos venir, era el nuestro. Pero no llegaba.

En cambio, apareció una especie de combi toda destartalada. Ok, era un poco más grande que una combi. Se parecía al autobús mágico, solo que en su versión destruida. Pero ni loco era para 22 personas. Baja el chofer, nos pregunta si éramos los que íbamos con él a Uyuni, y con algo de desconfianza le dijimos que sí. Le preguntamos si vendría otra combi más, o cómo íbamos a hacer, pero él nos dijo que no nos hiciéramos problema ya que entraríamos todos.

Le dimos nuestras mochilas (22 mochilas gigantes, que claramente no iban a entrar con nosotros en el bus) y las fue acomodando arriba del techo del vehículo. Con Andrea le dimos primero las nuestras, con miedo que al quedar por encima se cayeran en mitad de la noche. Así de preocupados estábamos. Fuimos de los primeros en entrar, por lo que elegimos los asientos que quisimos. Ella se fue atrás y yo probé sentarme a su lado, pero no entraba, así que me senté dos asientos más adelante, del lado de la ventana, con la esperanza de tener algo de aire si me llegaba a sofocar.

Un alemán que medía cerca de dos metros se sentó a mi lado, como pudo. Entramos todos sentados menos los brasileños, que al haber llegado últimos se quedaron sin asientos.

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Salimos a la ruta

El viaje empezó algo mal. Muchas caras largas, muchas quejas, y todos estábamos incómodos. Aunque nadie estaba tan incómodo como los brasileños. El pasillo era algo angosto y habían tirado todas sus mochilas para poder sentarse, pero aun así les era imposible estirarse demasiado.

Tardamos un rato en salir de Sucre, ya que por la hora había algo de tráfico, pero al rato ya estábamos andando por un camino de montaña. Era una ruta de doble mano y el paisaje algo accidentado y muy desértico. La noche no tardó en llegar.

El chofer no era muy cuidadoso al volante, y no le importaba agarrar pozos a máxima velocidad. Hubiera estado bien, ya que íbamos prácticamente solos en la ruta, salvo por nuestras mochilas que estaban arriba. Y los brasileños que estaban sentados en el piso, que a cada pozo que agarrábamos salían disparados.

Empezaron a ponerse algo insistentes con el chofer, y le pedían que por favor parara a revisar las mochilas. Era entendible, ya que eran tantas que existía la posibilidad que saliera alguna volando. El conductor dijo que, al llegar al próximo pueblo, un amigo suyo le prestaría unas sogas para amarrar las mochilas. Eso logró calmar un poco las aguas.

A eso de las 9 de la noche paramos en una especie de taller mecánico sobre la ruta. Bajamos todos y el chofer se encontró con su amigo que fue a buscar unas sogas para atar las mochilas que estaban sobre el minibús.

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Primera parada

Aprovechamos la parada para estirar las piernas. Bajamos todos, dejamos cosas arriba para reservar nuestros asientos y fuimos en busca de algún lugar para comer algo. Yo aproveché para comprarme una hamburguesa (ya estaba bien del estómago y claramente no había aprendido ninguna lección de mi viaje de Samaipata a Santa Cruz de la Sierra), un agua grande e ir al baño.

El alemán que estaba sentado a mi lado durante el viaje apareció con una bolsa llena de cervezas. Me dijo que calculaba que el viaje iba a ser más largo de lo que pensábamos, así que íbamos a necesitar esas provisiones. Tenía razón.

Me crucé con Andre, que también había aprovechado para cenar algo al paso, había comprado agua y estaba tratando de sacar algunas fotos a pesar de la poca luz que había. Intentamos sacar algunas imágenes del cielo, pero no tuvimos suerte.

Nunca había visto un cielo tan estrellado en mi vida. Nos quedamos un rato largo mirando hacia arriba, y la falta de luna esa noche y al no haber casi luz artificial, nos permitía ver la extensión del universo. O bueno, eso creímos, hasta que unos días después nos íbamos a sorprender todavía más en el desierto de sal de Uyuni.

Cuando volvimos al bus, el chofer ya había terminado de atar y cubrir con una lona todas las mochilas y se estaba tomando una cerveza con su amigo. Algunos de nosotros nos miramos, con algo de preocupación, pero fue solo un vaso (o esa creímos), y tampoco teníamos muchas más opciones en ese pueblito perdido en Bolivia, más que volver a subirnos al bus y continuar nuestro viaje a Uyuni.

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Siguiendo viaje

Cuando volvimos a subir nos sorprendimos al ver cuatro o cinco sillas en el pasillo. Mientras todos estábamos abajo, el chofer y su amigo habían subido las mochilas de los brasileños arriba, y habían puesto unas especies de banquetas para que se pudieran sentar los chicos. Ellos felices. Nosotros también porque nos sentíamos menos culpables por estar sentados y ellos tirados como podían. Todos contentos.

El alemán, que se llamaba Simón, una vez que abrió su primera cerveza y le dio un sorbo bien largo, cambió un poco su humor. En la primera parte del viaje había estado callado leyendo, pero cuando se fue yendo la luz hizo algunos esfuerzos inútiles para tratar de dormir. Era tan largo que sus piernas no entraban de ninguna forma.

Ahora estaba más alegre. Me invitó una cerveza y estuvimos hablando un poco de la vida y del viaje que estaba haciendo cada uno. Yo le conté que mi viaje iba a durar algo menos de dos meses, y que todavía me faltaba ir al norte de Chile, cruzar para Jujuy, en Argentina, y de ahí irme para Formosa. La idea era cruzar por Clorinda hasta Asunción, y recorrer unos diez días Paraguay, antes de tomar un bus desde Iguazú hasta Buenos Aires.

Se sorprendió un poco al saber que iba a ir a Paraguay, ya que no conocía nada de ese país. Yo le dije que era lógico, ya que tenía la Lonely Planet, y esas guías solían saltear a Paraguay de cualquier itinerario por Sudamérica. Le conté todo lo que había estado leyendo sobre las tierras guaraníes, y pareció interesarse bastante, pero como yo todavía nunca había ido, le dije que me iba a sorprender con lo que me esperara en el camino.

Su viaje era algo así como el clásico viaje mochilero europeo por Sudamérica: arrancó en Buenos Aires, bus a Iguazú, vuelo a Río de Janeiro, algo más de Brasil, cruce a Colombia, Parque Nacional Tayrona, Cartagena, Medellín, algo de Ecuador incluyendo Quito, Baños y Cuenca, norte de Perú, Lima, semana en Cuzco y Machu Picchu, lago Titicaca, desde donde cruzó a Bolivia y después de tres noches en La Paz (Ruta de la Muerte incluída), ahí estábamos, en un bus de mala muerte compartiendo unas cervezas juntos.

Me dijo que después de Uyuni su idea era ir para San Pedro de Atacama, cruzar a Salta e ir bajando hasta la Patagonia, conocer Bariloche, el Glaciar Perito Moreno, las Torres del Paine y Ushuaia, y volver a Buenos Aires donde tendría su vuelo de vuelta a Frankfurt en algo de un mes. Todo muy relámpago, pero se notaba que estaba disfrutando muchísimo de su aventura.

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Provisiones, fiesta, sueño

A eso de la medianoche todo el mundo estaba callado. Algunos dormían, otros intentaban leer con esas luces de lectura que le enganchas a los libros, algunos escuchaban música en sus auriculares, y yo, después de unas 3 o 4 cervezas, estaba con unas ganas de hacer pis terribles.

El alemán estaba en la misma situación que yo, así que le pidió al chofer que nos dejara bajar. Seguimos un rato más hasta el próximo pueblo, y frenó. Claro que tuvimos que molestar a todos los brasileños que estaban en el pasillo. Había uno que le había costado muchísimo dormirse, así que no se despertó del mejor humor.

Como el chofer dijo que probablemente esta sería la última parada, bajamos todos. Fuimos al baño, algunos aprovecharon para comer algo más, y todos terminamos comprando más bebidas. Cuando subimos al bus otra vez, ya le pedimos al conductor que dejara las luces prendidas y empezamos a tomar todos en comunidad. Circulaban entre los asientos cervezas, vinos y algún que otro licór boliviano, todo eso acompañado con la mejor cumbia boliviana.

En la parada habían subido una cholita con sus dos hijos, un nene y una nena, por lo que les habíamos dejado dos asientos a ellos y estábamos más apretados que antes. Pero ya medio que nos habíamos acostumbrado al viaje incómodo.

Para las 2 de la mañana ya debíamos haber pasado más de la mitad del camino. Cada vez la ruta era menos ruta que antes. El asfalto que nos había estado conduciendo a destino las primeras 6 horas del viaje, se había convertido en un pequeño camino rural por las montañas. Yo miraba por la ventana tratado de ver algo, pero la oscuridad de la noche no me permitía ver mucho.

Pasamos un cartel que decía “Vila Vila”. Cinco o seis años atrás no era tan común tener roaming, al menos en Sudamérica, por lo que los celulares eran inútiles. No teníamos idea de dónde estábamos, pero el chofer parecía conocer muy bien la zona por lo que no nos preocupamos.

Con el pasar de las horas, muchos de mis compañeros de viaje se habían ido quedando dormidos, incluido Simón, el alemán que viajaba a mi lado, y Andrea, la amiga que me había hecho en Sucre que estaba en los asientos del fondo.

Todo se descontrola

Ya serían algo de las 5 de la mañana cuando volvimos a cruzarnos con el cartel que decía “Vila Vila”. No lo podía creer. Nadie más se había dado cuenta. Todos dormían, así que le pregunté al chofer desde mi asiento porqué habíamos vuelto a pasar por Vila Vila.  Me dijo que pensó que había tomado el camino equivocado, pero cuando estaba volviendo se había dado cuenta que antes íbamos bien.

Era demasiado. Ya veníamos pasándola mal, todos amontonados, habíamos pagado por un bus como la gente, con un asiento por persona, no nos habían dicho que las mochilas iban a viajar arriba del vehículo (por suerte no llovió) y habíamos perdido por lo menos 3 o 4 horas porque el tipo se había confundido de camino.

No íbamos a llegar a las 6 o 7 de la mañana como creíamos. Recién a esa hora habíamos pasado la mitad del camino.

El grupo de uruguayos escuchó mi conversación con el chofer. Estaban enojadísimos. Ellos, al igual que otros que viajaban en el bus, habían reservado su excursión al Salar de Uyuni para el día siguiente. Las excursiones salían a las 9 o 10 de la mañana, por lo que ya creían que iban a perder su dinero.

Uno le dijo que después del viaje de mierda que estábamos haciendo (algunos la estaban sufriendo más que otros), lo mínimo que podía hacer el chofer era dejarlos fumar marihuana por la ventanilla de su asiento. El chofer, que no quería tener que lidiar con un grupo de extranjeros enojados, les permitió hacerlo. Los chicos le preguntaron a la señora que estaba sentada adelante si le molestaba, ésta dijo que no, así que se armaron unos porros y terminaron fumando dentro del bus.

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Llegando a destino

Cuando amaneció muchos se iban despertando y se enteraban de que todavía faltaba para llegar a Uyuni. Como no había nada que hacer, decidimos disfrutar del paisaje, y conocernos un poco más entre nosotros.

Yo no había logrado dormirme más que dos o tres veces. En toda la noche había dormido exageradamente dos horas. Estaba muerto. Pero la incomodad y las ganas de llegar eran tan fuertes que no podía dormir.

Aproveché para mirar por la ventana y leer un poco. Durante ese viaje me había comprado Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano (un cliché, lo sé), así que logré terminarlo antes de llegar.

A eso de las 12 del mediodía, el chofer nos dijo que estábamos cerca de Uyuni. En menos de dos horas llegaríamos al pueblo. Ya todos estábamos muriéndonos del hambre. Nuestra última comida había sido unas 12 horas atrás, y no habíamos vuelto a parar más que para hacer pis en la ruta en medio de la nada. Estábamos entrando al Departamento de Potosí por un camino rural que nadie usa, ya que los caminos asfaltados estaban todos cerrados por los potosinos, por lo que no nos cruzamos ningún pueblo los últimos 200 kilómetros.

Cuando vimos a lo lejos el pueblo de Uyuni, no podíamos creerlo. Después de 20 horas de viaje (casi el doble de lo que nos habían dicho, para un viaje que normalmente no lleva más de 6 horas si se toma la ruta que pasa por Potosí), estábamos llegando a destino.

Queríamos estirar las piernas. Ir a comer algo. Buscar hotel y dormir en una cama. Cuando estacionó en el centro de Uyuni bajamos, agarramos nuestras mochilas, y cada uno se fue por su lado. Yo ya tenía un hotel reservado con los dos chicos de Mónaco, y ellos habían llegado la noche anterior, así que Andre se vino conmigo para ver si había lugar en el mismo hotel.

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El calvario había terminado. El viaje de Sucre a Uyuni, por un camino alternativo que nunca voy a poder marcar en un mapa, había llegado a su fin. 20 horas incómodas, en un mini bus bastante destruido, preparado para unas 17 o 18 personas, pero en el que terminamos viajando 26, incluyendo al chofer y la madre con los hijos, algunos fumando, otros tomando, todos quejándose y sucios (olvidé comentar que estaba tan lleno de polvo, que cada vez que pisábamos un pozo, lo que pasaba todo el tiempo, se levantaba una nube de tierra que no dejaba ni respirar).

Pero habíamos llegado. Y agradezco haber hecho ese viaje. Primero, porque conocí a Andre y realmente a pesar de todo lo que pasó nos reímos mucho. Segundo, porque el Salar de Uyuni, donde estuve viajando en 4×4 los cuatro días siguientes, es uno de los lugares más mágicos que tiene este continente.

Si nunca fueron vayan. No creo que su viaje sea tan difícil como el nuestro. Y si termina saliéndose de los planes, ya van a tener tiempo de recordarlo con una sonrisa, como me está pasando a mi mientras escribo éstas últimas lineas.

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Cualquier pregunta o recomendación que tengan, no duden en escribirme más abajo. Y si quieren contar cual fue el peor viaje en bus, barco, auto o lo que sea, bienvenidos sean! Siempre hay gente que la pasó peor que nosotros, y si pasado un tiempo, podemos reírnos de eso, mucho mejor 🙂

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