Un viaje para olvidar:

De Samaipata a Santa Cruz de la Sierra

¡Feliz lunes, gente! Esta es la historia de la vez que hicimos el trayecto que va entre Samaipata y Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. El viaje terminó siendo terrible. Espero que les guste la historia:

samaipata

Samaipata es un pequeño pueblo en medio de la selva boliviana. No debe llegar a los 3 mil habitantes. Con mi tía llegamos durante la noche. Buscamos un lugar donde hospedarnos, y por suerte tocamos el timbre en un hostal de una pareja de ancianos que nos alojó (que resultaron estar mas locos que una cabra, hablaban solos y retaban a un hijo inexistente).

Nuestra idea era visitar el Fuerte de Samaipata, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco el año 1998, y considerado la mayor obra de arquitectura rupestre del mundo. Con mi tía, cuando viajamos juntos, somos algo así como buscadores de Patrimonios de la Humanidad (ya llevamos muchísimos visitados juntos en nuestro historial viajero).

Se desata una tormenta en Samaipata

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La idea era desayunar, salir para el fuerte y después aprovechar que estábamos en el pueblo para visitar un poco el lugar. No pudimos visitarlo, y al día de hoy, todavía no conocemos la piedra gigante tallada por los chanés.

Esa mañana amanecimos con una tormenta tropical. La lluvia era fuertísima. Fuimos al centro (dos cuadras) y nos dijeron que, si no nos íbamos rápido para Santa Cruz de la Sierra, probablemente fuéramos a quedar varados durante algunos días en el pueblo.

No nos podíamos dar ese lujo, ya que mi tía dos días más tarde tenía que tomar un avión a Buenos Aires desde Santa Cruz, y yo tenía que seguir viaje para encontrarme con unos amigos en Uyuni (si leyeron el artículo de El día que Potosí decidió independizarse, entenderán porque tenía que probar un camino desde Santa Cruz).

Averiguamos como llegar de Samaipata a la ciudad, y nos dijeron que, a causa de la gran tormenta, los buses no iban a hacer el recorrido de 4 horas por la selva. Tendríamos que ir en taxi.

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Se arma el grupete

Fuimos a la remisería del pueblo, y nos dijeron que había un taxi compartido que salía para Santa Cruz de la Sierra en cuanto se llenara. Solo teníamos que esperar que fuéramos 6 personas, para que nos saliera más barato.

Poco más de 30 minutos más tarde, el equipo estaba completo: un anciano con marcapasos, una pareja joven (ella embarazada), una nena y un nene de unos 5 o 6 años (parece que contaban como si fueran solo una persona), mi tía y yo. Con el chofer éramos 8. Equipazo.

Le habíamos prometido a la mamá de las dos criaturas hacernos cargo de sus hijos hasta que llegáramos a Santa Cruz, donde los iba a estar esperando el padre, ya que estaban separados. Nos sorprendió un poco lo confiada que era la madre, para dejarnos a dos nenes a nuestro cuidado sin saber ni nuestros nombres, pero aún así le dijimos que se quedara tranquila.

Como ya estábamos todos, arrancamos viaje. El auto era de esos que tienen 3 filas de asientos: una persona de copiloto, dos sentadas en la segunda fila, y tres en la fila de atrás. Los nenes y nosotros nos sentamos atrás.

A pesar de la tormenta, que realmente no dejaba ver nada, todo empezó muy bien. El viaje iba a durar unas 4 horas, y el chofer nos había dicho que el camino era muy lindo. Excelente.

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Arrancando el viaje

Partimos pasadas las 10 de la mañana. Si todo salía según lo planeado, íbamos a llegar a eso de las 2 de la tarde. El primer tramo del viaje fue algo lento, por la cantidad de agua que caía del cielo, pero el camino de selva estaba buenísimo, así que lo disfrutamos, a pesar de que por la lluvia no se veía mucho (las fotos que acompañan este artículo las saqué en los momentos en los que la lluvia frenaba).

Los chicos que teníamos a cargo estaban algo inquietos. Se aburrían fácil, y además el camino de montaña + selva + río daba tantas vueltas que la nena empezó a decir que le dolía la panza y que tenía ganas de vomitar… Ouch. Mi tía le hablaba, le contaba historias, le preguntaba si estaba contenta de estar yendo a ver su papá, y nada. Terminé dándoles mi celular a ella y su hermanito para que se entretuvieran durante el viaje.

A mi también me estaba empezando a doler la panza. La noche anterior, en el bus de Sucre a Samaipata, paramos en unos puestos de la ruta un poco antes de la medianoche para que bajaran los que tenían que ir al baño o querían comer algo. Yo fui con una señora que estaba haciendo hamburguesas con papas fritas, y le pedí una. Lo que no sabía, es que en el mismo aceite en el que estaba friendo las papas, iba a tirar mi hamburguesa para que se cocinara ahí. Con lástima veía como miles de calorías se estaban adhiriendo al pedazo de carne, pero tenía tanta hambre, que cuando me la dio me la comí. Muy, pero muy, mala idea. Desde la mañana que venía sintiéndome mal de estómago, y ya estaba mentalizado que iba a tener que esperar al menos tres horas más para poder ir a un baño decente.

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Una piedra gigante bloquea el paso

A las dos horas ya estábamos lejos de Samaipata, pero todavía lejos de la ciudad. Las cosas empezaron a ponerse feas. El camino era una ruta de dos manos, y de un lado tenías una montaña empinada, y del otro el río Piray que corría a toda marcha.

El chofer nos contó que había muchos desmoronamientos cuando llovía así, por lo que debíamos tener mucho cuidado. Había veces en las que caían piedras tan grandes que tenían que cortar la ruta para poder tirar las piedras al río y los tractores tardaban en llegar.

Diez minutos después, una piedra del tamaño de un auto bloqueaba el camino. Nos detuvimos. Se había armado una fila gigante de autos y camiones porque no podíamos cruzar. La parte donde había caído la piedra era tan angosta, que no había forma de cruzarla por el costado sin caer al río. Estuvimos frenados algo más de una hora. Para este momento ya me estaba sintiendo muy mal.

No tardaron nada en llegar personas que vivían en la zona, con guiso de gallina para vendernos. Cometí el error de comer yo también, cosa que empeoró mi estado estomacal. Los chicos estaban bastante inquietos ya. Mi tía seguía tratando de tranquilizarlos, y les compró dos guisos de gallina que devoraron. Genial.

Mientras esperamos nos pusimos a charlar y ahí fuimos conociéndonos más entre todos. Ahí nos enteramos de que el señor tenía un marcapasos y estaba yendo a controlárselo a Santa Cruz y que la chica que estaba con el muchacho estaba embarazada y también estaba yendo a hacerse estudios a la ciudad.

Un rato después llegó un tractor y logró, con mucho esfuerzo, tirar la piedra al río. Volvimos a emprender la marcha un poco más lento ya que teníamos a varios camiones adelante.

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El dolor de panza empeora a la par del viaje

Ya serían las dos de la tarde cuando nos topamos con otras piedras. Habremos hecho 3 o 4 paradas para esperar que limpiaran el camino y poder avanzar. En cada parada, yo bajaba y caminaba un poco pensando si podía ir a algún lado al baño. Pero imposible: fila de autos y camiones, montaña acantilada de un lado y río torrentoso del otro.

No había forma de ir al baño sin que me viera toda la gente que estaba ahí. Realmente era lo único que me importaba, porque eran tantas las ganas que tenía de ir al baño que no me importaba la lluvia torrencial. Pero no iba a hacer el número 2 en frente de nadie.

Ya habíamos superado por mucho esas 4 horas que nos habían dicho que iba a tomar el viaje. Y no estábamos ni a mitad de camino. Yo ya empezaba a desesperarme, aunque tenía la esperanza de que pasáramos el tramo de selva, y que después pudiéramos llegar más rápido. Así que decidí aguantarme las ganas.

Ya estábamos todos bastante cansados. Los nenes estaban ansiosos (lloraron y todo) y el chofer logró comunicarse con la remisería en Santa Cruz para que le avisaran al padre que todavía estábamos muy lejos. A pesar de los contratiempos, de a poco íbamos avanzando. De a ratos a paso de hombre, pero avanzando al fin.

Cuando nos topamos con un río sobre la ruta, no lo podíamos creer.

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Encajados en un badén

Era tanta el agua que caía de la montaña, que lo que en algún momento había sido una cascadita que serpenteaba por la ladera, atravesaba un baden y caía al río, en este momento era una catarata del Iguazú. No íbamos a poder cruzar.

Adelante nuestro pasó un camión, lento, muy tranquilo, y logró atravesarlo. Era nuestro turno.

Bajamos del auto para ver que tan fuerte era la corriente y que tan profundo el badén. Me metí yo a ver, y el agua me llegaba casi a la rodilla. El chofer dijo que íbamos a poder pasar sin problema, así que nos metimos todos en el auto y proseguimos.

Muy mala idea. Nos quedamos encajados en medio del río. El chofer volvió a acelerar, y al parecer nos estábamos encajando más todavía. La situación era desesperante, ya que menos de un metro y medio a nuestra derecha teníamos el barranco y abajo el río que estaba crecido por las lluvias.

Con el otro joven nos bajamos del auto. El resto de las personas no podían ayudarnos (marcapasos, niños, embarazo, etc).

– Facu, tenemos que empujar el auto para sacarlo lo antes posible, porque está subiendo el agua y en cualquier momento lo arrastra hasta el río.

Sus palabras no me tranquilizaron en lo más mínimo. Llovía tan fuerte, que ni siquiera le pedimos al resto que bajara del auto (así que al peso propio del vehículo había que sumarle el de las personas). Se lo veía asustado. Su novia y su futuro hijo estaban dentro de ese auto.

Esfuerzos inútiles

Tratamos de empujar el auto y nada. Ni se movió. Había tantas piedras que cuando giraba la rueda era como si nada. Fuimos a pedirle ayuda al camionero que estaba atrás nuestro y nos dijo que no. Que no iba a bajar del camión con esa lluvia. Un solidario.

Cuando volvimos al auto otra vez intentamos moverlo empujándolo (todo esto imagínenlo con una lluvia tropical, los dos sin remera ni pantalón para que se nos moje la menor cantidad de ropa posible, a los gritos entre nosotros y gente a lo lejos tocándonos bocina porque no entendían por qué no avanzábamos).

El agua empezó a subir, por lo que el otro chico ya se estaba empezando a desesperar. Empezamos a buscar piedras grandes y ponerlas bajo las ruedas traseras para ver si de esa forma podía pisar sobre algo más firme y acelerar. Fue inútil. Cuando el chofer aceleraba, las ruedas resbalaban.

Decidimos contar hasta 3 y usar todas nuestras fuerzas para avanzar. Yo ya sentía que, si seguía haciendo fuerza, no iba a aguantar las ganas de ir al baño. Algo claramente inimaginable, por lo que el 90% de la fuerza la hacía él, y yo solo “actuaba” (horrible, lo sé, pero no podía considerar la idea de cagarme encima). El auto no se movió.

(No me acuerdo del nombre del otro chico, pero digamos que se llamaba Jorge solo para terminar de contar esta historia sin estar diciendo “el otro chico” o “el novio de la chica embarazada”).

Jorge me dijo que no íbamos a poder mover el auto, y que había dos opciones: o hacer bajar a todo el mundo para que estuviera más liviano, y así volver a intentarlo, o tratar de buscar ayuda más adelante.

La opción de hacer bajar a todos, salvo que el auto estuviera acercándose mucho más al río, nos parecía inviable. Llovía muchísimo, estaba todo inundado, nos golpeaban las piedras que caían de la montaña, había nenes, y tampoco estábamos seguros de poder mover el auto en 5 minutos. Jorge decidió que yo me quedara mirando que el auto no se corriera para el lado del río, y se fue corriendo a buscar ayuda.

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Un camión, un gancho y una soga

En este tramo del camino, a unos 200 metros más adelante, la ruta doblaba hacia la izquierda y quedaba oculta del otro lado de la montaña, siempre zigzagueante acompañando el recorrido del río. Así que Jorge desapareció.

Unos 10 minutos más tarde volvía Jorge, caminando de espalda, y a los gritos dándole indicaciones a un camión que estaba acercándose marcha atrás. Todo el mundo estaba expectante. Un error del camionero, y caía al agua. Logró llegar a donde nosotros estábamos y se bajó del vehículo.

Sacó una soga de su acoplado y ató el taxi al gancho de su camión. Una vez en el volante, puso primera, y muy despacio, con mucho cuidado, logró sacar al taxi del badén. Habíamos sobrevivido. Nos pusimos a festejar y fuimos a darle las gracias al camionero, que realmente se había arriesgado mucho para poder ayudarnos.

Fuimos los últimos en poder cruzar. El camión que había quedado atrás nuestro, que no nos había querido dar una mano, no pudo pasar a otro lado. Se había acumulado tanta agua y ya eran tantos los desprendimientos de la montaña, que no había forma de meterse y no quedar varados. Más tarde nos enteramos de que en ese punto de la ruta, habían llegado las autoridades y habían clausurado la ruta hasta que pararan las lluvias y se pudieran correr las piedras y el barro que se había acumulado. Debe ser eso que llaman karma ¿no?

Llegando a destino

El resto del camino fue muchísimo más agradable. Si bien tuvimos que hacer alguna que otra parada para que corrieran piedras delante nuestro, al menos no nos quedamos encajados ni peligraron nuestras vidas. A Jorge se lo veía mucho más animado y no paró de hablar en todo el viaje.

Llegamos a la remisería de Santa Cruz de la Sierra a eso de las 10 de la noche. Casi 12 horas nos habíamos demorado para hacer esos 120 kilómetros que separaban a la ciudad de Samaipata. Yo ya casi al borde del desmayo, entré corriendo a la remisería y pedí por favor pasar al baño. El recepcionista me dijo que no era para clientes, pero el chofer que nos había traído le dijo que después de todo lo que habíamos pasado lo mínimo que podían hacer era dejarme ir al baño.

Al final, todo tuvo un final feliz. Empapados, embarrados y cansados terminamos en un hotel muy sencillo, pero contaba con lo único que nos importaba: una buena ducha de agua caliente.

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Espero que les haya gustado esta historia. Si tienen alguna anécdota que quieran compartir sobre su viaje a Bolivia, o cualquier otro viaje que haya tenido algún tipo de contratiempo, no duden en hacerlo más abajo 🙂 Y suscríbanse, que me van a hacer un gran favor!!

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